Raúl Otero Reiche
Lo cierto es que la vieja ciudad
dejó su mantón de espumilla
flotando en el viento como una bandera a media asta;
la saya de seda se le escurría de la cintura
cada curva del tránsito
y su abanico de plumas de apagaba
en el vértigo de los ventiladores;
ya no cabían en las aceras los contertulios
a la hora del ángelus
y a la media luz del farol colgado del portal
como la luna llena en el arco del horizonte;
ya no existía el aljibe para sonrosar con agua del cielo su tez pálida,
ni la copita de guaraná fragante con que curarse los malestares de la jaqueca,
ni menos el pocillo de chocolate servido con
presteza por la criadita de pies desnudos y andares de molinillo;
la vieja ciudad con su rosario de luciérnagas entre sus finos dedos abaciales,
emperifollada los domingos para la santa misa de las diez
aún dejó sobre el mantel almidonado la familiar ternura de un florero
y en los espejos de Venecia el alba pura de su femenina intimidad;
no fue tan desdeñosa y altanera como la pintan los extraños
y los venidos a menos por el origen o la alcurnia,
aunque supo mantener las distancias en las relaciones sociales
como un aspecto más en la disímil geografía de su existencia;
ciudad que pendía sus prendas personales en los voladizos balcones
y se dormía voluptuosa en una hamaca chiquitana;
ciudad enamorada de lo suyo propio con el orgullo de la pobreza;
ciudad que dio más hijos a la selva que otras dieron a los mares
y que fue madre de pueblos distribuidos en el espacio como las estrellas,
se fue sonriéndole al recuerdo de cuatro siglos maravillosos
cada uno de ellos su primer amor.
viernes, 10 de abril de 2009
ADIÓS AMABLE CIUDAD VIEJA ( Poesía)
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